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PRÓLOGO DE LOS EDITORES

 

En 1905 los trabajadores rusos protagonizaron una revolución que conmovió los cimientos del régimen autocrático zarista. Desde el corazón del Estado más contrarrevolucionario del momento las masas trabajadoras se levantaron con las armas en la mano después de meses de luchas y huelgas generales. El impacto de la primera revolución rusa en las filas del marxismo europeo fue tremendo. De una manera concreta los debates fundamentales que habían llenado la actividad de la socialdemocracia rusa durante años y en la que destacados dirigentes del partido alemán habían participado, se habían resuelto en los acontecimientos revolucionarios.

En aquel momento, hablamos de principios del siglo XX, la autoridad moral de la socialdemocracia alemana era indiscutible en las filas de la Internacional. Hombres como Kautsky ejercían una poderosa influencia en todo el movimiento marxista, y ese era también el caso entre los cuadros dirigentes del POSDR (Partido Obrero Socialdemócrata Ruso).

No obstante, detrás de la aparente homogeneidad política se desarrollaba un sordo combate ideológico, que afectada tanto al POSDR como al SPD (Partido Socialdemócrata Alemán). Las bases de esta discusión eran comunes: se trataba de una lucha entre las auténticas ideas del marxismo revolucionario y aquellas que planteaban una revisión fundamental de los principios teóricos, tácticos y estratégicos del marxismo. Esta lucha que alcanzó su punto culminante durante la revolución rusa de 1917 y la alemana de 1918, estaba presente ya en 1905. En aquel momento, la mayoría de los dirigentes del SPD, apoyaban la idea de que los marxistas rusos debían limitarse a secundar a la burguesía liberal en sus demandas democráticas contra el régimen autocrático. Este razonamiento provenía de un esquema formalista que durante décadas se había instalado con fuerza en el cuerpo teórico del movimiento socialdemócrata: Rusia como país débil del capitalismo, en el cual subsistían todavía formas económicas y sociales feudales e incluso prefeudales, debía realizar su propia revolución burguesa para integrarse en el ciclo civilizatorio del capitalismo moderno. Para tal tarea le correspondía a la burguesa liberal el papel dirigente, mientras el joven proletariado ruso debía resignarse a jugar un papel subordinado proveyendo de fuerzas combatientes a los liberales pero sin exceder el marco de las reivindicaciones democrático burguesas. Este esquema consideraba que solo después del triunfo de la burguesa liberal y de un período prolongado (e indefinido) de ascenso capitalista, el proletariado podría agrupar las fuerzas suficientes para librar la lucha decisiva contra el régimen burgués y ajustar cuentas con él.

Este modelo de pensamiento era exactamente el mismo que adoptaron los dirigentes mencheviques en 1905, y por supuesto en 1917. Fue también el mismo programa con el que el estalinismo traicionó la revolución española en 1931-1937, o el programa con el que se perdieron oportunidades extraordinarias como en Chile durante 1973 o Portugal en 1974-1975.

Contra este esquema se revelaron Rosa Luxemburgo en Alemania y Lenin y Trotsky en Rusia. Para ellos esta forma de presentar la cuestión falseaba tanto las condiciones materiales del desarrollo capitalista en Rusia como la propia estructura de clases de la sociedad. El capitalismo en Rusia había surgido sobre condiciones históricas atrasadas, adoptando un desarrollo desigual y combinado que al tiempo que integraba formas extremadamente retrógradas, incluso feudales como era el caso de la situación en la que se encontraba el campesinado, también manifestaba rasgos muy avanzados: la enorme concentración del proletariado industrial en grandes fabricas, una concentración superior a la de la clase trabajadora francesa o británica. Por otra parte, en esta visión materialista de las relaciones de clase, estaba muy presente el carácter dependiente de la burguesía rusa. Dependiente del capital exterior, que jugaba un papel crucial en la economía industrial y dependiente de la propia autocracia con la que mantenía espléndidos negocios. De hecho la burguesía en los aspectos esenciales formaba un bloque con el régimen autocrático, de ahí el carácter cobarde, pusilánime y pasivo de los sectores claves de esta clase social frente al zarismo. La consideración de Rosa Luxemburgo coincidía plenamente con la de Trotsky y la de Lenin: la burguesía liberal tenía un carácter profundamente contrarrevolucionario y sería incapaz de liderar consecuentemente ni siquiera la lucha por las demandas democráticas.

Esta postura fue reivindicada por los hechos en 1905 y posteriormente en 1917. Solo la clase obrera aliada del campesinado pobre podría llevar a cabo la liquidación del régimen zarista. Pero la conquista de la democracia, la reforma agraria —el talón de Aquiles de la sociedad rusa—, la resolución del problema nacional que afectaba a numerosas nacionalidades del Imperio y la mejora de las condiciones de vida de las masas era incompatible con la existencia del capitalismo. Las tareas democráticas enlazaban con las socialistas, la expropiación de la burguesía rusa y de sus aliados imperialistas se tornaba en condición necesaria para el avance de la sociedad. Rosa Luxemburgo compartió en lo sustancial este punto de vista que Trotsky de una forma más temprana y Lenin más tarde, defendieron en el seno del movimiento socialdemócrata frente a la visión esquemática y en esencia contrarrevolucionaria del menchevismo y el revisionismo. Este programa hizo posible la Revolución de octubre, la primera revolución obrera triunfante en la historia.

Se ha escrito mucho sobre las divergencias “irreconciliables” de Rosa Luxemburgo y Lenin. Obviamente este no es el espacio para tratar a fondo de esta cuestión, aunque si nos gustaría puntualizar una idea central. A pesar de las diferencias que existieron entre ambos, la base común del pensamiento político y de la acción revolucionaria de Rosa Luxemburgo y de Lenin es incuestionable. Su oposición frontal a la política de colaboración de clases, su lucha contra el reformismo en las filas del movimiento obrero, su voluntad de organizar a las masas oprimidas para el derrocamiento del capital, su desprecio a la capitulación y su entrega a la revolución socialista, les hace partícipes de la misma tradición política: la del marxismo revolucionario. De hecho, en escritos de Rosa Luxemburgo como Reforma o Revolución, una replica magistral al revisionismo de Bernstein y que hoy en día conserva toda su actualidad, o el que publicamos en esta ocasión Huelga de masas, Partido y Sindicato, se puede apreciar con toda su fuerza el mismo fondo, el mismo método y las mismas ideas que en los escritos clásicos de Lenin. No en vano Lenin, en la conmemoración del quinto aniversario del asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, solicitó a los dirigentes del KPD (Partido Comunista Alemán) que de la forma más urgente procedieran a publicar las obras completas de Rosa Luxemburgo, “un tesoro que todo proletario sabrá apreciar y considerar” en palabras de Lenin.

 

UNA OBRA CLÁSICA DEL MARXISMO

 

En 1906 Rosa Luxemburgo escribió Huelga de masas, Partido y Sindicato, al calor de las enseñanzas de la revolución rusa de 1905 y de la polémica que el debate sobre la huelga general había desatado en el partido socialdemócrata y los sindicatos alemanes.

En el contexto del crecimiento de la socialdemocracia alemana, la discusión sobre la utilidad de la huelga general desató discusiones muy arduas en los órganos dirigentes del movimiento: “...La actitud de la socialdemocracia frente a la huelga de masas” señala Rosa Luxemburgo al comienzo del libro, “está construida para ser utilizada contra la teoría anarquista de la huelga general, es decir, contra la teoría de la huelga general como medio para desencadenar la revolución social, en contraposición a la lucha cotidiana de la clase obrera; y se agota en el simple dilema: o bien el proletariado en su conjunto no dispone todavía de una poderosa organización ni de arcas bien repletas, y entonces no puede realizar la huelga general o bien este se encuentra suficientemente organizado, y entonces no tiene necesidad de la huelga general”.

En este párrafo se puede ver implícita la crítica que Rosa Luxemburgo desarrollara a lo largo del libro contra el esquematismo reformista de los dirigentes sindicales socialdemócratas. Esos burócratas acomodados en la cúspide del movimiento, subordinando la acción de la clase al estrecho horizonte de las luchas cotidianas por las mejoras habían renunciado en la práctica a la huelga general como método de lucha contra la burguesía y escuela de aprendizaje, de cohesión y de fortalecimiento de la conciencia socialista de los trabajadores. La crítica a la postura aventurera de los anarquistas —que pensaban que con la mera declaración de huelga general era posible subvertir el orden capitalista lo que hacía innecesaria la participación política del proletariado y mucho menos la existencia de un partido revolucionario de masas—, se había transformado en las manos de los dirigentes reformistas de los sindicatos en una justificación de su pasividad y de su adaptación al medio capitalista.

Tomando como punto de partida las enseñanzas de la revolución rusa de 1905, Rosa Luxemburgo crítica la política de la dirección de los sindicatos y esboza las lecciones gigantescas que para la lucha por el socialismo entraña esta experiencia: “Por primera vez en la historia de la lucha de clases [la revolución rusa] ha hecho posible la grandiosa realización de la idea de la huelga de masas y —como explicaremos más adelante— hasta de la huelga general inaugurando una nueva época en el desarrollo del movimiento obrero”.

 

POSTURAS ERRÓNEAS

 

Partiendo de la dinámica viva de movimiento revolucionario de 1905, exactamente igual que hizo Marx con la Comuna de París de 1871, Rosa Luxemburgo fustiga tanto la posición de los dirigentes sindicales que niegan la posibilidad de la huelga general, como la postura de sus críticos en la cúpula del Partido que consideraban la huelga como una acción que sería preestablecida por decreto desde la dirección cuando está considerase la idoneidad de las condiciones: “...la huelga de masas no se “hace artificialmente”, no se “decreta” en el aire, no se “propaga”, sino que es un fenómeno histórico que surge en determinados momentos de las mismas circunstancias sociales y con necesidad histórica”. En otras palabras, la huelga general es una de las expresiones más radicales de las contradicciones entre las clases y surge del más amplio descontento de las masas. Cuando los dirigentes reformistas se deciden por la convocatoria de la huelga de masas, o una huelga general, significa que la presión de la olla social ha llegado a un punto decisivo. El descontento no se puede canalizar a través de los cauces habituales: negociación, pactos, consensos. En muchos casos, la huelga general es impuesta por el movimiento a partir de luchas sectoriales, locales y regionales que desbordan a los aparatos centrales de los sindicatos. La historia esta llena de ejemplos: Octubre del 34 en España, Mayo del 68 en Francia, las huelgas generales en Italia de 2002... incluso la huelga general en el Estado español del 20-J de 2002 fue el producto de la presión desde abajo y la necesidad de la cúpula de CCOO y UGT, después de años de pactos sociales, de recuperar autoridad en un momento que el gobierno del PP desataba una furiosa ofensiva contra los trabajadores.

En este sentido muchos activistas sindicales, incluso gente honesta y luchadora pero que carece de una educación y perspectivas marxistas queda completamente desconcertada cuando los dirigentes convocan a la huelga: ¿No son acaso los mismos dirigentes que firman acuerdos sin contar con la opinión de la base, que traicionan luchas, que impiden la democracia obrera en el seno de las organizaciones? Obviamente son los mismos dirigentes, pero la clase obrera no siempre está dispuesta a permitir retrocesos, pérdida de derechos y humillaciones. Las contradicciones, el malestar, la frustración que se acumula sordamente durante años pero que no se manifiesta en la superficie, estalla, cristaliza con determinados acontecimientos y se manifiesta en un movimiento furioso de los trabajadores que obliga a virar a los dirigentes en sus posiciones si no quieren verse rebasados y apartados. Esa es la auténtica dinámica del proceso de toma de conciencia de la clase obrera, que en 1905 culminó con la insurrección armada: cambios bruscos y repentinos que sacuden a las masas de la inercia y rutina de décadas.

En la huelga general la clase obrera se identifica como clase, las capas más rezagadas entran en contacto con la vanguardia, los axiomas de la sociedad burguesa se ponen en cuestión, los trabajadores a través de la lucha comprueban su poder en la sociedad: nada funciona sin su permiso. Todo el potencial revolucionario de la clase, su creatividad, su voluntad de superar las dificultades se pone de manifiesto en la huelga general, que no siempre adopta las mismas formas. Sin embargo este es un terreno fecundo para la explicación del programa marxista, pues los trabajadores pueden generalizar más fácilmente su experiencia: la burguesía necesita de la clase obrera para hacer funcionar su sistema basado en la explotación, sin embargo la clase obrera no necesita de explotadores para organizar la sociedad.

No todas las huelgas de masas han tenido y tienen los mismos objetivos. Lo que sí es un hecho comprobado es que las grandes huelgas vienen precedidas de movimientos de la clase, sean huelgas económicas parciales, de rama, provincia, locales o de fábrica. También es un hecho constatable, y dialéctico, que no existe una muralla infranqueable entre las demandas económicas y las reivindicaciones políticas. La revolución rusa de 1905 fue un ejemplo paradigmático: de peticiones piadosas al zar para la mejora de las condiciones espantosas de trabajo de los obreros de San Petersburgo, se pasó con rapidez, sobre la experiencia de la represión del domingo sangriento, a demandas políticas: fin de la autocracia, asamblea constituyente, sufragio universal y más tarde a la creación de órganos de poder obrero, los soviets, surgidos de la propia lucha de masas. Las similitudes con este proceso se pueden encontrar en cientos de procesos huelguísticos en la historia del movimiento obrero mundial.

Las huelgas son una gigantesca escuela de aprendizaje para los trabajadores, donde se educan y elevan su nivel de conciencia, una escuela política viva donde todos los programas se someten a discusión. Para la tendencia revolucionaria es imprescindible encontrar el camino para llegar a los obreros en lucha y fusionar su experiencia con el programa del marxismo. De esta manera se templa el partido revolucionario, que aprende a apreciar las necesidades del trabajador, no para limitarlas en el marco de lo “posible” bajo el capitalismo, sino para apoyarse en ellas e impulsar la acción hacia objetivos más amplios.

Desde que el movimiento marxista estableció su cuerpo teórico hasta el día de hoy, sus críticos han recurrido a clamar contra el supuesto desprecio de los marxistas hacia las reformas. En realidad esta objeción, que se utiliza para acusar a los revolucionarios de radicales, utópicos y poco prácticos, es una tergiversación de la posición del marxismo. Los marxistas jamás desprecian la lucha por las mejoras parciales de las condiciones de vida y de trabajo de las masas oprimidas, muy al contrario. Como atestigua la historia, los marxistas constituyen los luchadores más abnegados y consecuentes por estas mejoras. ¿De qué manera la clase obrera iba a ganar confianza en su capacidad de lucha y en su fuerza sino a través de las mil y una batallas cotidianas de la lucha de clases? No obstante, los marxistas, a diferencia de los reformistas, siempre explican la realidad a los trabajadores con absoluta franqueza. En primer lugar las conquistas son el producto de la movilización y no la consecuencia de la habilidad negociadora de los mandos sindicales. No se puede arrancar en la mesa de negociación lo que no se conquista en la calle a través de la lucha. Pero hay más. Los marxistas entendemos la lucha por estas mejoras como parte de otra más amplia por la emancipación completa de los trabajadores, o lo que es lo mismo, por la transformación socialista de la sociedad. Los marxistas aprovechamos las victorias y los avances para elevar la confianza de la clase en sus propias fuerzas y reforzar la conciencia socialista del movimiento. A diferencia de los reformistas, los marxistas somos conscientes de la temporalidad de esas concesiones: la clase dominante siempre buscará el momento para eliminarlas a la mínima oportunidad que tenga; y es obvio que oportunidades habrá, pues la correlación de fuerzas no se puede mantener indefinidamente a favor del proletariado. Los reformistas, como buenos cretinos parlamentarios, se imaginan que a través de las comisiones, subcomisiones, de los “controles” y de los acuerdos se mejorará progresivamente la situación de los obreros hasta llegar felizmente a convencer a la clase capitalista de que un capitalismo más humano es mejor e incluso más rentable para sus intereses. Sin embargo, toda la experiencia histórica se ha encargado de refutar este cuento de hadas.

 

LA HUELGA GENERAL Y LA REVOLUCIÓN

 

La relación entre la huelga general y la revolución es muy estrecha. Ciertamente no todas las huelgas generales surgen de condiciones revolucionarias o desencadenan procesos revolucionarios. Sin embargo un estudio más detallado de este acontecimiento probará que es la ausencia de una dirección revolucionaria consecuente, es decir marxista, la que impide que las huelgas generales se transformen en la antesala de un movimiento decisivo para terminar con el dominio de la burguesía. No obstante, lo que no se puede negar es que en todas las revoluciones la huelga general y las huelgas de masas han jugado un papel decisivo. Fue el caso de 1905 y 1917 en Rusia, de febrero a junio de 1936 en España, o el proceso de Mayo de 1968 en Francia, por citar unos cuantos ejemplos.

Esta es precisamente la lección que Rosa Luxemburgo trata de explicar exhaustivamente analizando la revolución de 1905: “...Los acontecimientos de Rusia nos muestran la huelga de masas como inseparable de la revolución. La historia de la huelga de masas en Rusia es la historia de la revolución rusa (...) Sólo en los períodos revolucionarios, en los que los cimientos y los muros de la sociedad de clases se agrietan y resquebrajan, cualquier acción política del proletariado puede arrancar de la indiferencia, en pocas horas, a las capas del proletariado hasta entonces pasivas, lo que se manifiesta, naturalmente, a través de una batalla económica tormentosa. Repentinamente electrizados por la acción política, los obreros reaccionan de inmediato en el campo que les es más próximo: se sublevan contra su condición de esclavitud económica. (...) Es así como la revolución crea las condiciones sociales en las que es posible esta transformación directa de la lucha económica en la política y de la política en la económica, que encuentra su expresión en la huelga de masas”.

Pero la revolución, o mejor dicho el triunfo de la revolución no dependen sólo de la energía que despliegan las masas. La voluntad de lucha manifestada por la clase debe fusionarse con la dirección revolucionaria, una dirección que no puede ser improvisada en el curso de la lucha. Es cierto lo que Rosa Luxemburgo insiste en señalar: Las revoluciones no pueden decretarse por ningún organismo dirigente, y de la misma manera, el organismo dirigente debe prever su dinámica, avanzar el programa y las consignas, definir una táctica adecuada y ganar a las masas para la causa. Una dirección que haya asimilado los problemas profundos de la historia del movimiento obrero, que haya entendido las lecciones de las derrotas, mucho más abundantes en la historia que las victorias, que se haya fusionado, en el período previo al estallido de la revolución, con lo mejor de esas masas y que haya demostrado su disposición a enfrentar los riesgos más graves, estará en condiciones de dirigir con éxito a las clases oprimidas de la sociedad. Este fue el caso del bolchevismo que demostró, en la arena de los acontecimientos, su superioridad política frente al resto de las tendencias del movimiento obrero ruso e internacional.

 

VIEJAS IDEAS QUE PASAN POR NUEVAS

 

El libro de Rosa Luxemburgo posee una gran cualidad: contesta con rigor los argumentos que la burocracia reformista de los sindicatos y partidos obreros han utilizado durante más de cien años.

Aunque pasen por ser el último grito en teoría, las ideas que habitualmente escuchamos en el seno del movimiento sindical beben en las fuentes teóricas que los reformistas establecieron hace mucho tiempo. Ideas del tipo “no es posible organizar a los sectores más precarios y desprotegidos de la clase, somos débiles para plantearnos acciones de envergadura como la huelga general, es necesario preservar la independencia de los sindicatos de la ‘acción política de los partidos...”, que son utilizadas insistentemente por la actual burocracia sindical, ya eran argumentos esgrimidos asiduamente por sus predecesores.

Rosa Luxemburgo contesta brillantemente todas estas lamentaciones que esconden, en un supuesto armazón teórico, todo tipo de excusas para justificar la pasividad de los aparatos sindicales y su adaptación al medio. “...Los sindicatos, al igual que las demás organizaciones de lucha del proletariado, no pueden mantenerse, a la larga, sino por medio de la lucha, y una lucha que no sea solamente una pequeña guerra de ratas y de sapos en las aguas estancadas del período burgués parlamentario, sino un período revolucionario de violentas luchas de masas. La concepción mecánica, burocrática y estereotipada sólo quiere ver en la lucha el producto de la organización a un cierto nivel de fuerza. Por el contrario, el vivo desarrollo dialéctico ve en la organización un producto de la lucha (...) La valoración falsa y exagerada de la importancia de la organización en la lucha de clase del proletariado se suele completar con una subvaloración de la masa proletaria no organizada y de su madurez política. Es en los períodos revolucionarios, en el empuje de grandes luchas de clase que despiertan, donde se muestra la influencia educativa del rápido desarrollo capitalista y la acción de la socialdemocracia sobre las capas populares más amplias y acerca de todo lo cual los cuadros de las organizaciones y hasta las estadísticas electorales únicamente pueden dar la imagen más débil en tiempos normales”.

Los propios acontecimientos de la revolución rusa de 1905 reflejaban, de manera indirecta, el poder y la madurez del proletariado alemán para lanzar una vasta lucha revolucionaria con-tra el capital siempre y cuando su dirección se desembarazase de prejuicios e ideas conservadoras y adoptase el programa del marxismo. Esta es la cuestión: una dirección que se precie no puede conformarse con enseñar los aspectos más atrasados del movimiento, por decirlo de alguna forma, su culo, sino ante todo presentar los rasgos más avanzados, más desarrollados que adopta la lucha de masas, no solo nacional sino internacionalmente. Sobre esta base el partido revolucionario podrá establecer una táctica y unas consignas que eleven el nivel político del movimiento y le ayuden a sacar conclusiones revolucionarias.

El problema de la dirección recorre todo el libro de Rosa Luxemburgo. Resulta increíble comprobar como su crítica al conservadurismo de la dirección sindical, y la explicación de las causas materiales que generan este conservadurismo, sirve también para retratar la situación actual de las direcciones reformistas del movimiento sindical: “La especialización en su actividad profesional de dirigentes sindicales, así como la natural restricción de horizontes que va ligada a las luchas económicas fragmentadas en períodos de calma, concluyen por llevar fácilmente a los funcionarios sindicales al burocratismo y a una cierta estrechez de miras. Y ambas cosas se manifiestan en toda una serie de tendencias que pueden llegar a ser altamente funestas para el futuro del movimiento sindical. En ellas se cuenta, ante todo, la sobreestimación de la organización, que, de medio para conseguir un fin llega a convertirse paulatinamente en un fin en sí mismo, en el más preciado bien en aras del cual han de subordinarse los intereses de la lucha. De ahí se explica también esa necesidad, abiertamente confesada, que lleva a retroceder ante grandes riesgos y supuestos peligros para la existencia de los sindicatos, ante la inseguridad de las grandes acciones de masas. (...) Y finalmente, a costa de ocultar las limitaciones objetivas que tiene la lucha sindical en el orden social burgués, se llega a una aversión directa a toda crítica teórica que llame la atención sobre esas limitaciones en relación con los objetivos finales del movimiento obrero...”.

Desde la Fundación Federico Engels creemos sinceramente que la publicación de este maravilloso texto de Rosa Luxemburgo, ayudará a muchos jóvenes, trabajadores y sindicalistas a comprender de una forma más profunda la historia del movimiento y las tareas actuales. Un libro que, estamos convencidos, constituye una auténtica guía para la acción en un momento en que la ofensiva por restaurar las ideas y los métodos del marxismo revolucionario en el seno de las organizaciones de clase, y en primer lugar en los sindicatos, se torna urgente.

Juan Ignacio Ramos

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